Me despierto de madrugada y el corazón me late tan fuerte que puedo asustarme de mis propios latidos. Ya ni en sueños puedo descansar por completo u olvidarme de ti, no sé.
Doy la vuelta a la almohada con la
esperanza de que el frío me haga dormir de una vez por todas, pero ya llevo más
de mil vueltas y tú sigues aquí, pero sin estar.
Me levanto, como queriendo despertar de
este mal sueño en el que llevo ya no sé cuantas noches, y me pongo música, de
esa que me hace reír, de esa que no me recuerda en cada letra que no estás, de
esa que me dice que mejor sin ti que contigo.
Luego como siempre, como solías hacer
tú, una de las canciones que hablan de amor se cuelan en mi cama, y es tan
fácil recordar lo que éramos, antes de todo, antes de nada.
Los recuerdos me llevan a Dublín, a una
noche de agosto, en la que tú y yo dormíamos por primera vez en la misma cama.
Los primeros rayos de sol se dejaban
enredar por las persianas como me dejaba enredar yo entre tus piernas, y daban
a aquella habitación una luz preciosa.
Yo seguía dormida, y tú me abrazaste
como si fuese a huir de ti, cuando sabías perfectamente que no iba a ir a
ninguna parte.
Parecía que no querías que nos
separásemos nunca, que quisieras que aquella persona que éramos tú y yo juntos
nunca volviera a ser dos distintas.
Me besaste el cuello, te bese en la
boca, tu bajabas dulcemente recorriendo a besos cada centímetro de mi cuerpo.
En mi habitación los primeros rayos de
sol se dejaban enredar por las persianas, pero yo ya no me enredaba entre tus
piernas. Mi cama estaba fría, había dormido con música de fondo, como poniendo
banda sonora a los recuerdos, y todo había sido más que un sueño, una putada.
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